Porque quiero ser revolucionaria de mi propia vida...

miércoles, 17 de septiembre de 2014


Me duele cuando se me olvida.
Cuando dejo caer todo el peso de la sociedad encima de mi. 
Y la única y verdadera culpable de ello soy yo, no cuanta sea la carga que sobre mis ganas recae y las aplasta.
Es fácil fluir como una pluma por un río de quehaceres y sinsabores diarios cuando estás mucho tiempo estancada en el mismo lugar.
Es terriblemente fácil.
Comienzas por sentirte cómoda en el hueco del sofá, en la silla de la misma cafetería, en la mirada de las mismas personas, en el juicio de la misma gente, en las huellas de quién cada día pisa la misma calle a la misma hora.
Y continúas por empezar a perderte entre la gente mimetizando
su cara, su hora, su prisa, su desgana.
Su fluir sin dificultades y lento por un camino que se va tapiando a los lados, como cuando de ese gesto de bajar la cortina de la ventana en el autobús sale un sol que no existe y bien parece que se anticipa la noche en tu mirada.
Por el mismo sumidero que chirría de sueños, ganas y saltos perdidos,
se va colando parte de tu esencia, de tus libertades, de lo que te hace diferente de verdad del resto. 
Todas esas cosas que siempre te han hecho flotar y perder el miedo a saltar vallas, que es mi legado que baila.
Tengo miedo de que me coman pero sea yo quién mastique.
Me duelen los momentos de lucidez en los que bien se ver lo que no quiero.
Y sé que se acerca.
No quiero perder el rumbo del vuelo. 
Y mi vuelo está en ir saltando, de lugar en lugar, de personas en personas, de experiencias de las que exprima sufrimiento y alegría a partes iguales, 
pero con la satisfacción de haber crecido como un rascacielos, como un todo que mira abajo y se reconoce los pies, y quiere cada una de las equivocaciones que lo tambaleó.
Siento que el tiempo pasa y se me envejecen las alas,
me duelen de tenerlas encerradas en mi yo más cómodo y más triste a la vez
y sólo me reconozco en todas esas veces que sonreí entregada a mis libertades. 
Viajándome de fuera a dentro.
Llegando a un país que me lleve al puerto donde se atracan mis ganas, mis propósitos más brutos, 
ese lugar dónde se deconstruyen mis verdades y pongo en duda cada hecho que me empuja a mantenerme estática. 
Adiós a la droga de mantenerme inmóvil y dejar que los días me lleven a ningunaparte.
Me debo el vuelo constante aunque eso suponga alejarme de dónde ahora mismo estoy.
Me lo debo y si no lo hago, 
sólo yo seré la responsable de noches que duren tres días y soles bisiestos que broten de lunas vacías.

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